De pronto, a
media tarde,
la noche brotó del suelo
y fue
arañando,
paso a paso las barrancas y la
arena;
y casi sin
esfuerzo,
se metió en
los enclenques ranchitos costeros.
Solitarios,
inmóviles, como muertos,
se quedaron
los sauces y los ceibos ribereños,
solo algún
pino del viejo cementerio
se volvió
índice gigante y acusaba al cielo.
Por la
cicatriz del sendero angosto,
apartando el
aire, venía él,
la sombra
fatigada del costero apuraba los pasos.
Y en la
ribera,
la calma que
antecede a las tormentas,
se palpaba
en cada retacito de su áspera piel.
Ahora, el
viento, cada vez más fuerte,
traía un
suave olor a menta silvestre.
Sobre la
rama asustada,
clavó sus
garras el viento y la dobló hasta
quebrarla.
Las aguas
del ahora bravo río,
se alzaban
en raros círculos
y unos
labios de espuma blanca besaban la costa.
Como una
descomunal espada,
un rayo
partió en pedazos el cielo costero,
el aire se
llenó de viejas plumitas de nidos abandonados;
y en el
rancho, la madre costera,
llevó al
rinconcito mas tibio la cuna del gurisito,
aprontó las
velas, apuró algún rezo.
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