cuando mi
pueblo dormía,
la
“gurisada” era dueña
de aquel
momento del día.
Buscando
sombras, andaban,
la marcha se
hacía lenta,
los
misterios esperaban
allí no más, a la vuelta.
Desde la
puerta la madre
preocupada,
nos miraba,
y susurrando
entre dientes
un rosario
desgranaba.
Camino del
cementerio
la costa nos
esperaba,
el canto de
las solapas
a veces, nos
asustaba.
Y la ribera
era nuestra,
sin tiempos
y sin horario,
y nos
sentíamos dueños
de aquel río
milenario.
Y nuestros
gritos llenando
ardientes
tardes de enero,
contagiaban
al silencio
de aquel
viejo espinelero.
Nos
sentíamos feudales
de un
pedacito de río,
levantando
mil castillos
en esas
tardes de estío.
Devolvíamos
al agua
un camalote
viajero,
y él parecía
decirnos:
-suban
gurises, los llevo-
Y algún
“Martín pescador”
nos miraba
con recelo,
“matraca”…
era su queja,
al ver
nuestros mojarreros.
Hoy que me
duelen los años
y los amigos perdidos,
necesito los
recuerdos,
aquellos que
guarda el río.
Mi madre no
está en la puerta
y el camino
se ha borrado,
por suerte
guarda mi alma
dulces
sueños, no olvidados.
Por eso de
vez en cuando
mis pasos
buscan el río,
y los
gurises de entonces
andan
corriendo conmigo.
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