Ayer, como tantas veces,
me detuve en esa esquina
y encontré otra vez la casa
majestuosa de la infancia,
olor a pan calentito,
tan llena de luz y vida,
hoy con paredes oscuras
por el tiempo, carcomidas.
Qué tristeza me dio al verla
tan sola y abandonada,
silenciosa y solitaria,
como una rosa marchita,
sin cortinas de colores,
sin voces, ruidos y risas,
es tan triste su presente,
todo es silencio y es nada.
La vi tan triste y caída,
derruido su andamiaje,
si hasta el árbol de su puerta
está perdiendo el follaje;
su cara tiembla de frío,
y está callada y dormida,
si las casas tienen alma,
la de ella ha de estar dolida.
Los helechos se asomaban
por tantas grietas heridas
y miraban con tristeza
a la casa destruida,
recordaron otro tiempo,
cuando todo era una fiesta
y se oían en la puerta
las voces de bienvenida.
A veces, cuando la brisa
se cuela entre sus agujeros,
embriagada de recuerdos
tiembla la vieja escalera,
siente crujir los peldaños,
imagina viejos pasos,
aquellos, que en tiempos bellos,
le besaban su madera.
Yo la contemplo con pena,
también con algo de miedo,
a veces, como esa casa,
estoy cansado y vacío;
pero tengo una ventaja
que la casona no tiene:
cuando yo me siento solo,
voy y me acerco a los míos.
Hoy me detuve a mirarla,
y regresé en los recuerdos
cuando volvía del puerto
y ella estaba en mi camino,
ayer altiva, elegante,
hoy tan oscura y vencida,
no pude brindar por ella,
mi vaso estaba vacío.