Un zorzalito costero
dueño de ceibos y talas,
sacó una flor de la tierra
para dejarla en el agua.
Por estas tierras -me dijo-
anduvieron los chanáes,
ellos miraban el río
mientras el río pasaba.
Dueños de toda la tierra,
todo coraje y templanza,
eran frescura de río
esos hermanos del alma.
Y si hoy buscas en las islas
en los cerros de resaca,
a poco tocar el suelo
salen huesos que descansan.
Sus amores eran eco
en el canto de calandrias,
ceibo olvidado su sangre,
emoción de tierra y agua.
Su destino andar el monte
entre lomada y cuchillas,
dejando sus esperanzas
cual pedacitos de astillas.
Y un poco del monte arisco
y la corriente del agua,
la lucha, la subsistencia,
les iba templando el alma.
Cuando vino la conquista
-tropel de cruces y lanzas-,
se quedó sin tierra y río,
le quebraron la esperanza.
No es para orgullo contarlo
y menos para la alabanza,
llora la tierra entrerriana,
fueron cayendo las lanzas.
Y dicen que desde entonces
llora un crespín en las ramas,
y sin cantar, muy tristona,
se ha dormido una calandria.
Son recuerdos de una historia
que no cierra, que aún sangra,
y a pesar de tantos siglos
el viento va reclamando.
Vuelve a cantar la calandria
y hay huesos que se levantan,
sangre en la flor de los ceibos
por los hermanos del alma.
Penita que lleva el río,
pena que el suelo reclama
el chaná de mi destino
en mis coplas se levanta.
Hoy hay un ceibo costero
donde los huesos descansan,
y en las noches llora el eco
del crespín entre sus ramas.
Coplitas para una historia,
historia que aún se desangra,
sigue clamando la tierra
por los hermanos del alma.
Ilustración: Mary Beliz
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